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Tal vez apoyarse en la persona equivocada para cerrar las heridas pase factura.

Tal vez aceptar la realidad que no soy capaz de admitir sea un gran salto hacia “algo” abstracto.

Admitir y aprender que a cada paso hay una razón para llorar, eso es lo que tendría que haber hecho en un principio.


Y es que, cuando te das cuenta de que luchar sólo sirve para prolongar el dolor, decides hundirte en un cúmulo de verdades.


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No sé cómo hemos llegado hasta
aquí, no recuerdo el camino ni el
punto de partida.
Sólo sé que nos hemos perdido entre la multitud, caminando por encima de un montón de espejos rotos que lo único que pueden reflejar es amargura.



La ciudad, las avenidas, las calles, las losas, los azulejos… todo está impregnado de eso a lo que muchos llaman vida, buena o mala, luminosa u oscura, larga o corta, roja o de color azabache. Vidas que saben el lugar y fecha donde van a acabar, que discurren en un solo sentido, sin bifurcaciones ni noches en vela. Sin dolor frío que congele el corazón y con una flor multicolor que posee una dentadura cargada de sonrisas. Y sobre todo, no son vidas cargadas de lágrimas, sino de sueños y felicidad inteligente, de la que no necesita ningún motivo para manifestarse.

Espejismo.

Juego ahora y luego rompo el castillo.
Fácil, sencillo, sin problemas.


...O eso pensaba yo.